La opacidad de la trans-apariencia

Inmersa en la preparación para el Congreso Internacional de Open Government de Valencia y con las noticias que a diario asaltan las pantallas de nuestros televisores y los diales de nuestras radios, me surgen muchas cuestiones sobre la Ley de transparencia, de acceso a la información pública y buen gobierno. Desde hace varios años se vienen haciendo continuas reclamaciones, pero es a principios del año 2012, allá por el mes de marzo, cuando el Gobierno comenzó a promover dicha Ley. Hasta el momento es mucho lo que se ha escrito y lo que se ha debatido. Son muchas las desconfianzas e inquietudes de los ciudadanos. Muchas las cuitas.

TransparenciaPreocupado por esta situación, podría escribir sobre la Ley de Transparencia como un derecho fundamental a recibir la información, recogido en nuestra Constitución. O sobre la potestad de acceder y utilizar los datos como bienes públicos que, en estos momentos, parecen estar custodiados por el Can Cerbero en el Averno. O podría, incluso, entrar a debatir sobre quién debe estar sujeto a la Ley de Transparencia y quién no; o si es democrática la apertura de datos a todo el conjunto de la sociedad. Podría hacer un análisis exhaustivo sobre la accountability o de cómo rendir cuentas con responsabilidad.

Podría hacer todo esto, pero no voy a entrar en ese ‘jardín’. Dejo al frente a maestros de la talla de Antoni Gutiérrez Rubí, al que sigo con respeto y admiración, y que se ha encargado de recoger y trasladar al Congreso de los Diputados las sugerencias y comentarios propuestos para el Proyecto de Ley. O a David Cabo, creador de la Fundación Civio, que trabaja en pro de la transparencia informativa y la apertura de datos mediante la tecnología.

Quiero abordar este tema desde otra perspectiva. No como escritora, ni como política, ni tan siquiera como comunicadora, sino como ciudadano; como ciudadana preocupada por esa sencillez y claridad que tanto añoro en mandatarios, en líderes, en personas influyentes que insistentemente nos lanzan mensajes pretenciosos, que distan mucho de la credibilidad. Quiero abordarlo desde un punto de vista más humano, más cerca de toda la sociedad civil que, hastiada de tanta blasfemia y de tanta verdad tergiversada, ha perdido la confianza en todo aquello que huela a política y administración.

Y lo quiero hacer partiendo de una noción tan básica como es la semántica, que me invita a pensar en la redundancia de estos términos. Según la Real Academia de la Lengua, ‘transparencia’ (1) es una “cualidad de transparente”. Es decir, “que se deja adivinar o vislumbrar sin declararse o manifestarse (3). “Claro, evidente, que se comprende sin duda ni ambigüedad” (4). Por su parte ‘público’ entre sus muchas acepciones, significa “notorio, patente, manifiesto, visto o sabido por todos”. ¿No es evidente, pues, que ambos términos se refieren a lo mismo? ¿Transparencia no debería llevar implícito el significado de público? ¿Qué ha sucedido, entonces, para que tengamos que exigir públicamente transparencia en las actuaciones de la administración?

Hace unos meses veíamos publicado en un periódico de tirada nacional que en los últimos trece años se han detectado en España unos 800 casos de corrupción y más de 2.000 detenciones. Por encima de la crisis y del paro, la corrupción se ha convertido en la nueva bestia negra, en el problema más grande que padece nuestro país y que tiene obsesionado a más del 90% de la población. Ésta es la imagen que se tiene de nosotros dentro y fuera de España. ¡Hemos tocado fondo!

La sociedad española necesita un baño de transparencia, porque el daño causado por la opacidad de las administraciones ha sido ingente. Necesitamos que se ponga fin al ocultismo, porque no haya nada que ocultar; que desaparezca el secretismo, fruto de un envilecimiento latente; que se acabe con el encrispamiento de esta sociedad; que se recupere la confianza como instrumento político más valorado para gobernar democráticamente y para afrontar con seguridad cualquier situación.

Es necesario que se establezca una norma jurídica sobre la transparencia que garantice la participación y el bienestar de los ciudadanos. Si se gestionara con transparencia, no haría falta la ley, pero de nada sirve una ley si no se gestiona con transparencia. El día en que liderar un estamento social y gobernar un país sea un ejercicio limpio, al margen de intereses políticos o personales; el día que salgamos de casa orgullosos de nuestros dirigentes y mandatarios; el día que dejemos de sentirnos engañados y estafados… Entonces, sólo entonces, podremos hablar de transparencia como posibilidad y como realidad; como una realidad palpable y pública, regeneradora de nuestra democracia.

1 commentario
  1. Este es un buen charco en el que meterse. Da para horas de conversación y kilómetros de papel para escribir. ¿Cómo puede gestionar la transparencia el mismo que establece qué es transparente y que a su vez es a quien tiene que controlar dicha ley? Tema interesante, repito.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.