Nulla politica sine ethica

Resulta difícil establecer si la política y la ética pueden coexistir o, por el contrario, si es un muro de piedra lo que las separa. Interesante cuestión, complicada y de difícil respuesta.

Etimológicamente, ética comparte raíz con éthos, que no son sino las virtudes y valores que hacen a la persona garante de su credibilidad, de su profesionalidad y de su confianza. La ética, pues, recoge las normas y las reglas de conducta del ser humano, en general, y ¡cómo no! del político, en particular.

Lo que es y lo que debería ser. Porque la ingeniería social del oportunismo, de la demagogia y del utilitarismo han secuestrado lo que de ella quedaba, poniendo el acento en la consecución de los objetivos políticos por encima de todo, al margen de la moralidad de los medios para llegar a tal fin, que no es otro que el poder. 

Hoy, mas que nunca, la política se ha adueñado de la posverdad, esa forma de hacer que, más que faltarle el respeto a la verdad, la ignora; que actúa al margen de la realidad y de la objetividad de los hechos, que apela básicamente a las emociones. Esa posverdad no entiende de ideología. No es de derechas ni de izquierdas, no tiene color. La posverdad lo empapa todo. Todo lo inunda.

La mentira, el insulto, la deslealtad… se han convertido, desgraciadamente, en prácticas habituales que campan a sus anchas por el panorama político y social. Mientras, los adalides de la ética, de la moralidad, han caído irremediablemente en desuso. La credibilidad, por tanto, y el rigor de los hechos están en juego y, cuando esto ocurre, la sociedad corre un tremendo peligro.

La ética sigue siendo la asignatura pendiente en política. Devolvámosela a la Democracia y que los fundamentos éticos se conviertan en los verdaderos protagonistas de la historia. Porque la ética va de pensar en lo que se cree, decir lo que se piensa y hacer lo que se dice.

¡Qué difícil resulta ser ético!